—Papá, ¿qué es el autismo? Tengo varios compañeros que lo tienen, pero no entiendo bien qué significa.
La pregunta me tomó por sorpresa. Íbamos en el auto, de regreso a casa, cuando mi hijo adolescente me miró con curiosidad. No estaba triste ni confundido, solo quería entender. Y como psiquiatra de niños y adolescentes, pero sobre todo como papá, aproveché esta oportunidad para explicarle un poco.
—Voy a intentar explicártelo como si fuese una historia…
Le conté que la mayoría de los bebés, desde muy pequeños, buscan el contacto con los demás. Sonríen, balbucean, buscan el abrazo, reaccionan al “peek-a-boo” o “a dónde se fue papá” con carcajadas. Pero hay niños y niñas que, desde muy pequeños, no muestran esas mismas señales. Parecen estar en su propio mundo. No porque no quieran estar con los demás, sino porque su forma de procesar el mundo es diferente.
Le dije que eso es parte del Trastorno del Espectro Autista (TEA), una condición del neurodesarrollo que suele identificarse antes de los 3 años. Algunos signos tempranos incluyen no sonreír al interactuar, no responder cuando los llaman por su nombre, no señalar o saludar a los 12 meses, y no decir palabras a los 16 meses. A veces incluso pierden habilidades que ya habían adquirido, como el lenguaje o las ganas de jugar.
—¿Entonces todas las personas que tienen autismo son iguales? —preguntó.
—Para nada, respondí. El autismo es un “espectro”, lo que significa que puede ser muy leve en algunas personas y más complejo en otras. Algunos niños no hablan, otros sí, pero pueden repetir palabras como un eco —a eso le llamamos ecolalia— o hablar de manera peculiar. Algunos no miran a los ojos, otros sí. Hay quienes tienen una gran sensibilidad a los sonidos o necesitan rutinas muy específicas. Incluso, algunos tienen talentos sorprendentes en áreas como el arte, la música o las matemáticas.
Le expliqué que el autismo no es causado por las vacunas, ni por los papás. No es culpa de nadie. Lo que sí sabemos es que cuanto antes se identifique, mejores son las oportunidades para que ese niño o niña reciba apoyos adecuados: terapias de lenguaje, intervención conductual, acompañamiento escolar, y en algunos casos, medicamentos.
—¿Y pueden ser felices? —me preguntó, bajito.
—Sí, claro que sí. Con el apoyo adecuado y mucho amor, las personas con autismo pueden desarrollarse, aprender, trabajar, tener amigos y vivir una vida plena. Solo necesitamos entender que su camino es distinto, y acompañarlos con respeto.
Esa tarde terminó con una sonrisa y un silencio reflexivo. Tal vez mi hijo no lo sabía, pero con su pregunta, él también estaba ayudando a construir un mundo más empático. Y eso, como papá psiquiatra, me llenó el corazón.